lunes, 7 de octubre de 2013

El sombrero de Vida, 7

El sombrero de Vida

Novela de Augusto Cesar

A Vidalia Gutiérrez, la dama de los sombreros


“No se puede amar al servicio militar sin detestar al pueblo”, Isabel Allende en De amor y de Sombra.





A Sor Juana Ixcot, amiga que me devela la realidad de mi país. A Mario Sarti, confidente del alma.

“La desgracia se lleva en la sangre”, Isabel Allende en De amor y de Sombra.


3

Cuando entré a la capilla del pozo, Sor Juana se quedó en la puerta. Sabía que iba a tener alguna reacción emocional desde el inicio pero no fue así. Coloqué sobre la tierra que cubría el pozo los inciensos de varita y la veladora que me dio mi abuela Lola en un vaso de la cocina que la misma Sor me llevó.
Al ver la paz y la tranquilidad con la que estaba en aquel recinto, Sor Juana sonrió y decidió entrar a hacerme compañía y sentarse en una de las sillas miniatura de niño que estaban allí ubicadas para el que llegara a orar u honrar a los torturados.
 -A veces la memoria histórica se debe matizar con detalles de mal gusto como este pozo de donde sacaron cien cadáveres entre hombres, mujeres, niños, embarazadas... les quitaban los pedazos y a veces hasta vivos los dejaban caer entre los cadáveres para que terminaran asfixiándose o entre la putrefacción.
-Yo lo que no entiendo es lo de las mujeres embarazadas y los niños.
-Yo no lo entiendo de ninguna manera Mario. Jesús mandó a amarnos los unos a los otros. A perdonar a nuestros enemigos. A dar la otra mejilla... ¿entiende?
-Entonces por qué seguir recordando.
-Porque el demonio sigue suelto hasta los últimos días. El Arcángel de la Muerte, el que ideó que los indígenas fueran exterminados para quedarse con sus tierras en lo que se llama “Tierra Arrasada” quiere ser Presidente de la República. Ha sido Presidente del Congreso y donde más votos sacó fue aquí en El Quiché donde hizo las masacres. Es necesario recordar y para eso hay que echar mano de detalles de mal gusto como las manchas de sangre en la otra capilla o el Cristo mutilado o esto que quiero regalarle y que al dárselo me libera porque es como una brasa que quema mi alma...
Sor Juana me dio un audio casete suplicándome que nadie se enterara que me lo había dado porque nadie sabía lo tenía.
-Me lo dio un expatrullero, un verdugo torturador que no aguanta los remordimientos. Según me dijo, cuando torturaban los verdugos entraban en trance... se les quitaban todas las emociones... se volvían animales... hasta se reían de ver sufrir. Luego, al volver en sí no podían con los remordimientos como le sucede a quien me lo dio.
Al oír cómo los torturadores procedían pensé inmediatamente en el Sombrero de Vida. A mí me ocurría lo mismo. Pero en vez de volverme ruin me inspiraba. Al contárselo a Sor Juana me dijo: No me extraña. En la cabeza tenemos el cielo o el infierno. Los soldados y los guerrilleros en sus gorras poseen el suyo. Usted sabe que llegado el momento ni ellos ni los guerrilleros sabían por qué luchaban, por qué mataban. (Ya lo hemos discutido Mario).  Pero el asunto está que  luchaban y mataban. Seguían haciéndolo.
Sor Juana me aconsejó no importunar a Vidalia llamándola por teléfono para indagarla. Son cosas obvias Mario, dijo la religiosa y usted es inteligente. Por eso cuando escuche la grabación reconocerá de inmediato al torturador. Por cierto que él usa un sombrero amarillo, el color de la locura.
Inmediatamente comprendí me hablaba de Cholopo y eso si que me hizo llorar.
-Ahora entiendo por qué se conocían cuando se lo presenté.
-Todos tenemos una cruz y la de él está bien retorcida. Ayúdelo porque no tiene a nadie en el mundo.
Esa petición de la religiosa afianzó mis conversaciones con mi amigo Augusto para lanzarme a la tarea de tratar de componer lo que no se puede arreglar. De ayudar, lo que no deja ayudar. De comprender lo incomprensible. Vaya tormenta. Vaya capilla de tortura en la que me estaba metiendo. Similar a aquellas en las que ahora oraba y fueron antaño cuartos para derramar la sangre del pueblo indio. La verdad es que nunca me atreví a escuchar aquel audio cassette. Tal vez si lo hubiese oído me hubiese dado cuenta de la tortura psicológica en la que me mantuvo Cholopo.
Sor Claudia interrumpió mi conversación con Sor Juana entrando a la capilla para avisar que estaba listo el desayuno y darme los fragmentos de uno de las homilías de Monseñor Gerardi que servirían de base teórica a la clase de hoy.
-Y hablando del demonio, dijo Juana, hay que ver cómo por la Memoria Histórica a Monseñor le quitaron la vida. No sé si sea otro detalle de mal gusto pero esa es nuestra historia. Se escribe con sangre.
-Después de clase, dijo Claudia, iremos a ver la exhumación programada para las 3 de la tarde. Se hará en el terreno de aquí atrás. Pero las noticias son igual de tristes. Parece que son más de cien cuerpos de todas las edades y todos están mutilados.
Mientras caminábamos de la capilla para el comedor para tomar el desayuno pensé con horror cómo desmembraban a la gente. Si hubiese tenido el Sombrero de Vida entonces no lo habría visto, como ahora, todo diferente porque, ahora, cuando me lo pongo veo esas escenas como viendo una película que no conmueve y llego hasta a entender el significado de cada uno de los ruidos que se escuchan en el convento cuando caen las sombras de la noche. Al llegar al comedor sentí un mareo, Sor Claudia me tomó del brazo auxiliándome. En ese preciso momento donde tuve por primera vez esa visión espantosa, con sabor a futuro incierto. En un momento me abstraje de la realidad como si hubiera ingerido cocaína o cualesquiera de las drogas con las que se cruza Cholopo. Un mendigo, al que todos creen borracho deambulando por las calles, pidiendo limosna. Apestoso. Al que todos los niños mofan. Del que toda mujer huye. Del que todo hombre cuchichea. Y al que todos llaman mosh achí (literalmente loco, hombre = hombre loco) en claro y perfecto quiché. A quien  el suelo sostiene con su mano para que no se vaya lejos, no se escape y cumpla su destino y cumpla maldiciones ancestrales, de deudas pendientes de un pasado que él mismo ignora. El área femenina del convento franciscano de Zacualpa pareció temblar y decir también a gritos MOSH ACHI.

Sur de Tegucigalpa, Honduras. En la montaña roja. El calor era demasiado y me sentía incómodo en medio de las sábanas.  Vi el reloj y como eran minutos pasados de las 3 de la mañana decidí salir desnudo a tomar el fresco. Bajé las gradas que me conducían al área pública del Club. Tomé las llaves para abrir una de las puertas de vidrio, lo cual no hice al ver aquella espantosa visión. Un perro, lo más probable salido del Infierno me enseñó sus fauces y sus ojos de fuego que en medio de la oscuridad sólo producían una combinación de horror y repugnancia.
Era obvio que si abría la puerta, el animal entraría a la estancia interna a hacer destrozos o me destrozaría a mí. No abrí aunque el miedo y el asco se me fueron al ver fijamente el fuego de aquellos ojos. ¿Dónde los había visto?  Consideré su inteligencia casi humana como la de todo perro que merodea el Club. Como sabiendo le reclamaría algo se fue sin dejar de voltearme a ver. Llegó a la puerta principal de reja y como si fuera elástico se adelgazó de tal manera que pudo pasar. Esto no es normal, pensé. Días antes el portón estaba abierto y otro perro intruso –de color amarillo- al verme iba a salir yo tras él a sacarlo, de inmediato se esfumó. Al atravesar el portón se me quedó viendo como diciéndome: Ya estoy en la calle y como soy de la calle de aquí no me puedes echar. Yo, en cambio, aquí si te puedo morder.
Pero aquel perro era distinto no sólo por el color negro. Parecía mitad humano, mitad perro. O un perro humano o un humano perro. Independientemente de las definiciones genéricas de lo que pudiera ser, algo de no perro y de humano tenía. Lo que si estaba seguro es que no era el Cadejo porque yo de ebrio, ¡nada! Y era esa zoofilia humana la que me dio asco y miedo y lo que más me intrigaba es que tanto el miedo y el asco se me fueron al ver fijamente el fuego de aquellos ojos. ¿Dónde los había visto? 
Vino a mi mente cuando Cholopo  se convertía en doña Julia. En el justo instante antes de iniciar el trance y después de terminarlo, un gesto de dolor tan clásico en aquella alma atormentada y una súplica de ternura que parecía decir perdóname... no me hagas daño. Y cómo no iba a tener presente los ojos de Cholopo si los llevaba tatuados en el alma... los reconocería, aún convertido en los de doña Julia a miles de kilómetros de distancia.
Por otra parte, lo sublime y lo hórrido se combinan en Cholopo. Por ello, también recordé las veces que en Guatemala me despertaba de súbito y se me venía cualquier pensamiento relacionado con Chichicastenango. Sabía que Cholopo había estado allí vigilándome, visitándome. Primero se convertía en ave para surcar el firmamento desde su pueblo a mi casa. Al llegar al techo de mi segundo piso, se volvía gato para brincar con sigilo del segundo al techo de mi cuarto y allí en niebla para penetrar y llegar a mi cama. Como yo estaba dormido sentía una inquietud en el sueño, me despertaba, se me venía el pensamiento y de pronto oía ruidos de alguien que se alejaba. Fue una de las cosas que me hartaron e hicieron me fuera  a Tegucigalpa, sin saber que hasta allí me perseguiría el characotel que en cada cambio de animal debe dar tres vueltas a la izquierda y cinco a la derecha y luego un vueltegato.
Yo no me hubiese dado cuenta de lo que pasaba si una vez no llega mi abuela Lola a decirme que un borracho  que vive a la vecindad nuestra y puede ver nuestros techos porque vive en un quinto piso, decía haber visto primero al ave dar las vueltas y vueltegatos y luego sin saber dónde se metía el ave hacía lo mismo un gato que también desaparecía en el aire. A ese bolo ni hacerle caso, dijo mi abuela Lola, porque los bolos ven cualquier cosa, dijo. Lo que me da tristeza, agregaba mi abuela, es que los bolos ya no ven al Cadejo como antes. Esa era nuestra identidad. Ese pobre en vez de ver gatos y sopes dando vuelta debiera ver al Cadejo para que lo cuide mientras le dura la soca. Lo que mi abuela no sabía y nunca supo porque yo jamás le conté nada es que  esa era la respuesta que yo buscaba y que siguiendo el precepto de que “los bolos y los niños siempre dicen la verdad”, el vecino no mentía.
Aquella visión espantosa no me había dejado dormir. Ese perro era Cholopo, no cabe duda. Y lo confirmó el sueño de la madrugada siguiente. Yo llegaba a una casa lujosa que sabía era la de él aunque en la realidad nada se compara a la pocilga en la que vive. Allí había otras dos personas más con quienes indagué sobre él aprovechando su ausencia... Recibí información sobre sus actividades y feliz estaba de haber recibido dicha información y no haberme topado con Cholopo pero no pude irme antes que llegara y cuando me vio me apartó a otra estancia porque me dijo necesitaba hablar conmigo. Lo abracé fuerte y no dejé que dijera nada... En eso desperté con la misma sensación y escuchando el alejamiento. Con la diferencia que ahora  un ser invisible me tapaba boca y nariz queriéndome asfixiar.
Reaccioné de inmediato ofendiéndome por completo el abrazo que le di a Cholopo en el sueño. -Malditos tú, y todo lo que te rodea en esa ciudad serpiente. No volveré a verme en tu espejo jamás, grité recuperando el aire perdido.
Allí supe que, en efecto, era víctima de un hechizo y decidí instantáneamente dejar ciertas cosas en paz. Cholopo usaba sus nahuales en contra de los míos para tenerme controlado. Una de las cosas que no haría sería volver a Guatemala luego. Pero el hechizo de Cholopo era muy fuerte y así como me hizo volver la primera vez, me haría volver dos días después de aquel sueño.
El teléfono del Club sonó a las 6:00 de la mañana. Yo, en medio de mi desvelo corrí a responderlo por lo inusual de la hora. Además, necesitaba cambiar de pensamientos y borrar de mi mente la visión de aquel perro. Una llamada de larga distancia, me dijo la operadora. Es para don Mario. La acepté de inmediato porque sabía era de mi país.
-Usted no me conoce, me dijo una voz varonil y profunda. Soy el teniente Max Flores, del Departamento de Investigación Policíaca del Ministerio de Gobernación de Guatemala. Sé cuál es su condición en Tegucigalpa y me da pena comunicarle que deberá suspender sus actividades porque requerimos aquí en la policía de su presencia a la mayor brevedad posible. Como ciudadano necesitamos de su colaboración y a eso no puede negarse, lo sabe.
Tuve que regresar de súbito a Guatemala en medio de la extrañeza. Habían matado al médico que atendía a Cholopo y la Policía seguía el caso, lo cual era muy lógico pero yo ¿qué tenía que ver? ¿Por qué aquel oficial debía hablarme?
Al entrevistarme con el teniente Flores, me explicó que requerían mi presencia por el historial que el doctor llevaba de Cholopo. Allí había anotado todas las confidencias del caso y me mencionaba como informante.
-Creemos que ese demente está relacionado con el asunto, dijo Max. El doctor fue casi destrozado por un perro. Pero usted sabe que al manicomio no entran perros y menos en el área donde él laboraba. Aquí dice que usted tuvo la experiencia de saber que Cholopo se convertía en animal.
-Si. Cuando lo descubrí, lo interrogué cuando él estaba convertido en su madre. Es una de las razones por las cuales ella lo odia en su mente.
-¿Cómo se llama esa aptitud de las personas de convertirse en animal?
-Es algo cultural entre los indios.
-Sé esa su opinión. Aquí está anotado en el expediente.
-Se llama Characotel.
Y Max anotó con su puño y letra, al frente del expediente que no sólo incluía las anotaciones del doctor sino otros aspectos relacionados con Cholopo: CASO CHARACOTEL.
-Usted no se acuerda de mi don Mario pero yo también estudié con usted para Agente de Paz y sé como usted que estas cosas se dan aunque no se den en el mundo de uno. Es la diversidad cultural, sabemos.
-No me extrañaría que aunque no tuviera este conocimiento, esto estuviera sucediendo porque...
-No es tan fácil. Mis compañeros de trabajo son escépticos y no tienen la cultura suficiente  y...
-¿Qué es lo que pretende con todo esto Max?, indagué malicioso.
-Pasar a la historia como promotor del primer caso importante de transferencia de nuestra cultura ladina a la indígena porque esto usted y yo sabe que es cierto. Además, qué mejor que con la ayuda de un personaje como tú, Mario.
-Veo que ya nos tenemos confianza, dije irónico, y podemos tutearnos. Así que dime: ¿qué razones tendría Cholopo para matar al médico?
-El ninguna.
-¿Entonces?
-En todo esto esta envuelta  la Fraternidad de Characoteles. Demente o no, él tiene la aptitud characotel y ellos no perdonan la profanación que el doctor hacía en nombre de la Ciencia.  No es como usted o como yo. Yo investigo y lo doy con escepticismo. A usted le han dado conocimientos limitados y que a ellos les conviene. Por eso, cuando a usted le dieron los escalofríos y supo por intuición que Cholopo sabía es porque él sabía.
Me di cuenta que Max estaba informado de todos los detalles así que no vacilé en decirle que qué pretendía Cholopo conmigo. Tal vez al descubrir sus aptitudes y nahuales quiso involucrarlo en la Fraternidad.
-Por Dios... yo no soy characotel. Te lo aseguro, dije asustado. En medio de todo me agradaba saber estaba tratando con alguien que sabía más que yo porque eso de la Fraternidad era nuevo para mí aunque debí suponerlo por lógico.
-Es una hipótesis nada más. Tendríamos que averiguar la naturaleza de la Fraternidad, lo cual ni usted ni yo haríamos. Lo que sí es cierto es que Cholopo nunca le haría daño a usted. Tiende a protegerlo a pesar que usted lo rechaza. El y doña Julia lo aprecian.
Empecé a carcajearme porque no sabía cómo reaccionar ante aquello que parecía cosa de locos. ¡Vaya aprecio!, exclamé.
-Usted mejor que nadie tiene las respuestas. No olvide lo del espejo. Usted y Cholopo se aman. En las imágenes de los espejos, Mario, no se ve todo... por lo tanto imagen y reflejo no son iguales pero si casi iguales... Sé que me entiende.
-Vaya firmita el tal Cholopo, dije con ganas de vomitar. No tiene ni idea de cómo he maldecido el que apareciera en mi vida. Ni la metafísica ni ninguna espiritualidad justifican tales cosas que me ha hecho vivir y sufrir. No puede ser que ni en sueños me deje en paz.
Conté a Max mi sueño antes de regresar y cómo Cholopo apareció convertido en perro.  Averiguó mi dirección  en Tegucigalpa el infeliz, dije y como lo hice ni bien me desperté al gritar a los cuatro vientos que me deje en paz ¡ya basta! ¡Ya basta! Vuelvo a decir ahora.
-Esa conexión espejo es lo que hizo encontrarte, aseguró Max con una sonrisa en sus labios mitad burla y sarcasmo, mitad preocupación...
           
Max lo tenía todo planeado. Había avisado al Convento de Zacualpa que yo llegaría por unos días a Guatemala y quería visitarlos. La idea era ir a explorar todos los lugares posibles que dieran más pistas e indicios y entrar en contacto con la alcaldía indígena de los mismos. Cuando me vieron llegar, pensaban había llegado con un catracho al que le enseñaba los lugares turísticos y no despertamos ninguna sospecha. De hecho, Max se hizo pasar por Guillermo, amigo mío de quien ya tenían noticias en Guatemala.
Al quedarnos en el convento, decidí llevar el Sombrero de Vida. Al caer la noche y escuchar el primer ruido me lo puse. Le iba describiendo poco a poco a Max lo que veía y él hacía anotaciones en una libreta que pudieran servirle. El primer ruido se identificó con el nombre de Roberta, una india gorda y robusta, ascendiente de unas muchachas muy notables en Zacualpa por su aspecto físico. Son como tótem tolteca. Feas y desagradables... Parecen hembras a las que se le metieron dos hombres adentro que viven peleando constantemente, dije mientras Max se reía. Roberta era igual.
Para traer agua del río a su casa, caminaba todas las mañanas por  un sendero de tierra, el cual, antes de llegar a su casa atravesaba un terreno baldío. Le salió un soldado al paso.
- Roberta levantate la falda y bajate el calzón que tengo ganas de coger. Aquí nadie va a vernos. Sólo una montadita, por favor, suplicó el soldado.
-Ya te dije que soy una mujer casada y decente.
-Tu marido ni cuenta se va a dar sembrando la milpa.
-Si a mí mi marido no me preocupa sino las autoridades indígenas que encima de meterme una buena verguiada y acusarme de puta ante todos, capaz que me queman la cuca como se lo hicieron a la vieja aquella por caliente.
-Yo te doy tus centavitos que buena falta te hacen a vos y a tu marido para criar a tus hijos.
-Buscate una mujer sólo para vos y dejame en paz.
Aquel hombre, ávido de mujer por sus actividades profesionales tuvo la erección más fenomenal de su vida. Fue tal que el miembro le rompió el pantalón y salió solo del mismo sin que el soldado lo manipulara o abriera la bragueta.
-¡Si la tenés re grande!, dijo Roberta emocionada.
-Es que ya llevo rato de no hacerlo y me muero de las ganas. Dame una mamadita aunque sea.
-Vos que se la mamás y yo que te vergueo, dijo apareciendo en escena el marido de Roberta, y vos infeliz dejá en paz a mi mujer que es decente.
Y el reclamo verbal derivó en pleito. Y el pleito en golpiza para el soldado quien, al llegar al cuartel todo moreteado y ser la burla de sus compañeros fue indagado por sus superiores.
-¿Para qué te andás enamorando a esa mujer tan fea? Además, es casada, dijo el que tenía a su cargo el batallón  al cual él pertenecía.
-Usted nos ha dicho que debemos defender a la Patria hasta con nuestra propia vida.
-¿Y qué tiene que ver eso con tus calenturas?
-Parece que la Roberta tiene tratos con los subversivos y quería sacarle información.
La mentira de aquel soldado tenía dos propósitos: Deshacerse del marido de Roberta y hacer que la llevaran a ella a la sala de torturas donde podría saciar sus instintos bestiales con ella porque parte de la técnica de tortura es la violación a las mujeres sin importar condición, edad o si están embarazadas. De inmediato, el superior reaccionó tal y como el soldado esperaba: Enviando por Roberta y asignando al soldado en la misión que él mismo había empezado.
Al ir por Roberta, mataron a su esposo. Sus tres hijas lograron esconderse entre unos matorrales donde el cura del pueblo las rescató para llevárselas a la capital a un orfanato. El soldado satisfizo sus instintos revolcándose con la Roberta cuantas veces quiso. Su jefe al darse cuenta de la verdad, ordenó la muerte inmediata de la “subversiva” sin antes dejar de mutilarle sus extremidades superiores para que sufriera un poco... Ya muerta, la lanzaron al pozo y  encerró al soldado en la bartolina para que no volviera a mentir hasta que al superior se le ideó un plan para sacarle provecho a aquello. Al fin de cuentas, estos errores son ya comunes en esta guerra, se dijo a sí mismo.
El jefe  dijo a su subalterno que ni siquiera le iba a dar una golpiza si él mantenía hasta el día de su muerte la historia de que la Roberta era subversiva. A cambio tendría un ascenso a Cabo el día del Ejército y una condecoración por  haber tenido la iniciativa de salvar a la Patria de una lacra más. Al soldado no le quedaba de otra que aceptar aquello que le convenía. La primera cogida fue rica, dijo con cinismo a su superior, pero a partir de la segunda la Roberta me cayó mal. Así que no perdí mucho. Ese mismo día aquel “héroe” fue propuesto por su jefe para que unas merecidas condecoración y ascenso
-Con razón Roberta no descansa en paz, dijo Max quien luego me dio la idea de decirle algo que la consolara en su penar.
-Pues en las fechas que andamos, dije a Roberta, sus hijas son tres hermosas mujeres que ya le han dado dos nietos cada una. Están felizmente casadas y viven felices para siempre en sus covachitas aquí en Zacualpa. La mayor se quedó con el terreno de ustedes y le dio un poco de dinero a cada una de sus hermanas en compensación. Las tres se parecen a usted.
De inmediato Max y yo percibimos que el último suspiro de Roberta fue dedicado a sus hijas. Eran sus ojos, su preocupación y razón de vivir.
Dicen que cuando uno muere lo que más le preocupa es lo que se lleva en la mirada y en el alma, comentó Max.
Descubrimos entonces que las almas penaban más en el convento por lo que habían dejado o no habían hecho que por el dolor de la tortura y la angustia al morir. Al llegar la hora esta más que un pesar era un alivio, un sustituto de la paz y tranquilidad con la que vivían su cotidianidad antes de ser secuestradas, torturadas y asesinadas por el Ejército Nacional de Guatemala o por la guerrilla que hacía lo mismo.
-Me gustaría que una de esas almas nos enseñara a Cholopo como torturador de las Patrullas de Autodefensa Civil, dijo Max.
-Pues yo no, dije. Y no porque me asuste verlo lo que vi le hicieron a Roberta, dije alzando en su caja el Sombrero de Vida, sino porque en el fondo recuerdo cómo me torturaba psicológicamente. Que te baste la grabación que me dio Sor Juana, por favor. Y no me cuentes ningún detalle de lo que oíste en ella.
-¿No te parece que sería bueno que los otros torturados, como Roberta y que no tuvieron la suerte de sobrevivir, como Roberta recibieran de ti consuelo y alegría aparte del dolor de lo que dejan no harán o la tortura misma?
En ese momento no me consideraba preparado pero Max tenía razón. Por algo el destino me había enrolado en aquellas capillas de tortura de Zacualpa. Por algo había conocido Chichicastenango y su maldición a la que en idioma quiché denominaban mosh achí. Así que le prometí pensarlo. Y así lo hice. CONTINUARA.

Altar Maya en Pascual Abaj

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