viernes, 13 de septiembre de 2013

El sombrero de Vida, 4

El sombrero de Vida

Novela de Augusto Cesar

A Vidalia Gutiérrez, la dama de los sombreros


“La realidad es un revoltijo, no alcanzamos a medirla o descifrarla porque todo ocurre al mismo tiempo. Mientras usted y yo, hablamos aquí, a su espalda  Cristóbal Colón está inventando América y esos mismos indios que lo reciben en el vidrio de la ventana, están todavía desnudos en la selva a pocas horas de esta oficina y seguirán estando allí dentro de cien años. Yo trato de abrirme camino en ese laberinto,. De poner un poco de orden en tanto caos, de hacer la existencia más tolerable. Cuando escribo cuento la vida como a mí me gustaría que fuera”,  Isabel Allende en Eva Luna.



A don Enrique Godoy, el gran novelista después de Asturias. A Ligia Villagrán, psicoastróloga de mi alma.


“... mientras pudiéramos permanecer callados era como si nada hubiese sucedido, lo que no se nombra casi no existe, el silencio lo va borrando hasta hacerlo desaparecer...”,  Isabel Allende en Eva Luna.



4

Logramos internar a Cholopo en el manicomio. Yo iba a verlo  una vez a la semana aunque no me gustaba entrar en contacto directo con él, lo cual hacía, con la aprobación de los médicos, solo una vez cada dos meses. Lo observaba desde una cabina cuyo vidrio camuflageado daba a un cuarto de espejos. La pregunta que yo formulaba era siempre la misma: ¿Cómo sigue? La respuesta, con sobradas excepciones era también la misma: Igual.
Una de dichas excepciones fue aquella vez que el médico me dijo que Cholopo quería hablarme y al no verme se golpeaba con la cabeza. Al verlo desde la cabina me rehusé a verlo. ¿Por qué?, indagó el médico. Porque me ve a los ojos por el espejo. Es cierto, pero él no sabe que.... El no. Pero su madre si. El no es quien quiere hablarme sino doña Julia.
Al médico le pareció interesantísimo cuando le expliqué que cuando Cholopo era doña Julia, creía que yo era su hijo. Así que decidió filmar aquel encuentro...
-Hasta que se te dio la gana venirme a ver al hospital, me dijo viéndome a los ojos. Sos un mal agradecido. Un bueno para nada. Sobretodo ahora que tu prima, la ninfomanía me dijo lo que hiciste en Zacualpa cuando eras patrullero civil.
-Si pero todo eso fue obligado.
-Mentiras. Hubiera sido mejor te machetearan a vos y te abrieran las entrañas porque al enterarme serías un héroe. Pero fuiste tú el que macheteaste, cercenó cuerpos, mató hombres, mujeres, niños, ancianos, embarazadas. Igual que tu padre. Lo dejé porque se rió ante aquella masacre.
Doña Julia  empezó a recordar aquel fatídico 1 de noviembre.
-Tu maldito cumpleaños, infeliz. Día de los Santos y de santo no tenés nada. Igual que a tu padre.
Ella y su marido fueron a medio día al cementerio como lo hace tradicionalmente todo el pueblo que va a visitar a sus muertos a dejarles flores, encenderles veladoras que duran hasta el día siguiente y dulces de ayote o chilacayote que llaman cabeceras porque al dejarlos en la cabeceras de las tumbas se cree los muertos se los comen llegada la noche.
-De pronto ese helicóptero empezó a rondar en el cielo y sin respeto a nadie. Mucho menos a los ancestros, empezaron a disparar.
Doña Julia y su marido se metieron en el nicho del panteón de uno de sus familiares en el que  años después sería ella enterrada.
-Era un infierno de indios porque todos corrían... gritaban... caían ultimados. Era parte de la política de tierra arrasada del General Ríos de Sangre. Y no me vengas que está escrito en los anales de los antepasados quichés que ese hombre era necesario apareciera para que luego los ríos de sangre se convirtieran en agua de vida eterna. Yo viví ese infierno. Tú creciste en él. ¿Recuerdas cuando escuchábamos detonaciones, bombazos, etc. en los barrancos... como cuando destruyeron la casa de Chocoyá? Pero resulta que se te olvidó. Te quitaste la dignidad y te volviste un asesino más a conveniencia. Maldito hijo de puta, dijo tomando un cuchillo y queriéndomelo meter en las entrañas. Más te vale ser tus entrañas las que te sacaran. Pero si no lo hizo nadie lo haré yo que soy tu madre.
Los enfermeros entraron y lo detuvieron. Le inyectaron una droga que lo hizo caer al suelo de inmediato. Rápidamente lo trasladaron a un cuarto donde le pusieron camisa de fuerza. Lo declararon peligroso y aislado.
Nuestros amigos que veían tras el espejo por la cabina, al ver aquello entendieron la razón de mis temores de hasta donde llegaría la locura de Cholopo y el por qué me atacó en aquella carretera.
Iba para Zacualpa y decidí pasar por Chichicastenango a saludar a Juan y a Samara que resultaron esperando bebé. Pero el mesero de Chichirancho me dijo  salieron a la capital a un chequeo de emergencia. Le dejé una nota y decidí volver a la carretera a esperar el bus que me conduciría primero a Quiché donde quedé de juntarme para almorzar con una amiga procuradora de aquellas tierras.
Pero del otro lado de la carretera estaba Cholopo quien se atravesó para saludarme primero. Cambiaste de día para no verme, me dijo.
Si, le dije, mintiendo.
Empezó a reclamarme muchas cosas. Algunas de ellas relacionadas con  Augusto y otras con Tegucigalpa. Dijo que él era el culpable de todo porque le había mal aconsejado en mi contra y no quería perder mi amistad. Pero que yo le había robado unas pinturas para dárselas en obsequio al Regidor de Tegucigalpa.
-Estás loco, aseguré. No tienes por qué inventar tantas cosas para no pagarme el dinero que me debes.
-¿Terminaste de leer el libro aquél de...?
-Si. Ahora estoy concluyendo este que traigo en la mano.
-Ese te lo dio Héctor Mario, tu director de teatro, ¿verdad?
Cholopo rompió el libro y lo tiró al suelo, revelando aún más el odio irracional contra Héctor Mario a quien denominaba “la víbora”. Me quitó luego los anteojos que llevaba en la bolsa de la camisa y los destruyó porque me los había obsequiado Héctor Mario. E inmediatamente de su mochila amarilla sacó un cuchillo con el que empezó a amenazarme.
Con el incidente del hospital me di cuenta que no era él el que me quería matar sino doña Julia pensando yo era él. Razón tenía Raúl al decir que todo aquello era como la película “Psicosis”.
Empecé a gritar en medio de la carretera. Los vehículos se estacionaron y bocinaban. Todos querían defenderme hasta que de la nada apareció mi amiga la procuradora. Amonestó verbalmente a Cholopo y le dijo me dejara en paz quitándole el cuchillo. Subimos al vehículo de ella y nos fuimos a Quiché a almorzar.
-Ten cuidado. Ese tipo tiene el diablo metido. Lo que cuenta de su madre no es cierto. El creció en mi casa donde mi madre lo cobijó y le dio las mismas atenciones que a mí y  mis otros seis hermanos. Doña Julia trabajaba y era estricta como cualquier madre. Ni más ni menos. Cuando él cumplió 15 años se fueron de la casa. Pero a mí empezó a darme problemas. Cierto tipo, por ejemplo, llegó a saber mis más íntimos secretos. Una vez los vi hablando y descubrí que lo que yo contaba a Cholopo él lo divulgaba. Desde entonces tengo mis reservas con él.
Mi amiga como todos le tenía mucho aprecio porque no sabía cómo divulgaba sus secretos. Sobretodo los relacionados con su ex esposo,  quien, según Cholopo, le destruyó a ella hasta su casa poseído por el alcohol y los demonios a los cuales servía cual brujo del mal.
-Pero ella tiene la culpa, decía en calumnia, por indecente.
Tomé mi bus a Zacualpa y pasé meditando toda la noche en el convento. Recordé las veces que preguntaba a Cholopo hasta donde llegaría su agresividad. Recordé aquel Martes Santo cuando empezó a tirar todos los objetos de la cocina, rabiando porque se le había acabado el gas. Yo asustado en la habitación pensaba iba a agredirme hasta que decidí salir y calmarlo. No te metas, dijo asustándome más.
Pese a las explicaciones del día siguiente, debí darme cuenta que todo aquello era preámbulo para que agresiones se dieran en crescendo como la de la carretera. Así que decidí no volverlo a ver, aunque seguirlo ayudando de lejos. Con ayuda de Augusto lo internamos en el Hospital. El se encargaba de todo. Yo no podía arriesgarme. Por eso también decidí que al ir a verlo fuera de esa manera.
Me partió el alma ver a Cholopo en aquella celda de aislamiento, atado por aquella camisa de fuerza, dormido por la droga. Y yo sin duda le partí el alma al médico que me dejó entrar y abrazarlo sabiendo que no me pasaría nada. Las lágrimas rodaron por mis mejillas cuando besé su frente y me despedí de él para siempre, seguro que en mi futuro el ya no estaría y que me esperaba lejos, en Honduras.
Y de nuevo esa visión espantosa, con sabor a futuro incierto. En un momento me abstraje de la realidad como si hubiera ingerido cocaína o cualesquiera de las drogas con las que se cruza Cholopo. Un mendigo, al que todos creen borracho deambulando por las calles, pidiendo limosna. Apestoso. Al que todos los niños mofan. Del que toda mujer huye. Del que todo hombre cuchichea. Y al que todos llaman mosh achí (literalmente loco, hombre = hombre loco) en claro y perfecto quiché. A quien  el suelo sostiene con su mano para que no se vaya lejos, no se escape y cumpla su destino y cumpla maldiciones ancestrales, de deudas pendientes de un pasado que él mismo ignora. Todo el manicomio pareció temblar y decir también a gritos MOSH ACHI.

En dos manicomios de capitales de países hermanos de Centro América había personajes relacionados con el travestismo. En ciudad de Guatemala, Cholopo, que me había enseñado los secretos del arte de ser mujer. En Tegucigalpa, el político enamorado de mi  como mujer. Los dos, tenían alguien que velara por ellas.  Cholopo me tenía a mí y el político a mi hermano.
Pero, mientras Cholopo no mostraba mejoría, el político si mejoraba. Sobretodo cuando mi hermano dio a luz pública las pruebas de la verdad y el Regidor, acorralado se suicidó con un disparo en la sien. Otra diferencia es que mi hermano si podía dialogar con el político. Yo debía ver a Cholopo de lejos, en la cabina tras el espejo porque  el político identificaba a mi hermano como su cuñado pero Cholopo en doña Julia pensaba yo era Rodolfo.
Pese a las críticas de los especialistas que no dejaban de molestar a Héctor Mario, la acción se detenía en un cuadro plástico cuando mi hermano y el político abrazados daban una señal de esperanza.  Las luces  bajaban de intensidad hasta la oscuridad total y el aplauso estruendoso se oía. Al volver la luz, el público había brincado de su butaca para aplaudir de pie mi mejor actuación, según algunos y la peor estupidez de Héctor Mario, según algunos comentarios de prensa: Como se le ocurre darle importancia a un segundo acto, se leía en los diarios. Cuando el gran actor sale del hermano, baja el ritmo de la obra, decía otro. Está muy jalado. La obra debió quedar cuando se la llevan a ella en la camilla.
Lo cierto es que fue éxito de taquilla en escenarios de Guatemala, El Salvador y Honduras. Cuando me indagaban en entrevistas sobre cómo aprendí a ser tan buena travesti, les dije que tuve que tomar clases particulares con un especialista. Pero no me atrevía a mencionar a Cholopo pensando lo perturbarían en el manicomio de Guatemala de manera morbosa Por otra parte, Héctor Mario así lo prefería para que no se revelara la antipatía que Cholopo le tenía y por saber las razones de mi estado emocional del que me ayudó a salir con la obra de teatro La Travesti. Y es que, siendo uno espejo de los demás y viceversa, cuando nos encontramos por el mundo es para que los demás vean parte de ellos reflejada en nosotros o que uno vea parte de uno reflejada en los demás. Y eso había sucedido en mí con Cholopo: Me reflejé en él como en un espejo su La Travesti su más fiel imagen.

Fui citado al  manicomio por  el doctor. Cuando llegué, me dirigí inmediatamente a la habitación de Cholopo. No estaba. Algo había ocurrido. Y de pronto se me nublo la vista. Todo desapareció a mí alrededor. Y de nuevo esa visión espantosa, con sabor a futuro incierto. En un momento me abstraje de la realidad como si hubiera ingerido cocaína o cualesquiera de las drogas con las que se cruza Cholopo. Un mendigo, al que todos creen borracho deambulando por las calles, pidiendo limosna. Apestoso. Al que todos los niños mofan. Del que toda mujer huye. Del que todo hombre cuchichea. Y al que todos llaman mosh achí (literalmente loco, hombre = hombre loco) en claro y perfecto quiché. A quien  el suelo sostiene con su mano para que no se vaya lejos, no se escape y cumpla su destino y cumpla maldiciones ancestrales, de deudas pendientes de un pasado que él mismo ignora. Todo el manicomio pareció temblar y decir también a gritos MOSH ACHI.
-Alguien lo dejó escapar, dijo el médico. Parece que fue de los enfermeros. Fue muy molesto para todo el personal enterarse que tiene SIDA.
Sentí un dolor muy hondo en el pecho. Llamé por el celular a Augusto quien ha atendido a pacientes en su institución APAES, SOLIDARIDAD. De inmediato, tomó su automóvil y se fue a Chichicastenango.
-Estoy seguro se fue para Chichi, le dije al médico.
-¿Por qué?
-Por las visiones. Hoy se hará realidad y Augusto va a corroborarlo.
-Me siento muy apenado pero...
-No se preocupe.
-¿Cómo no? Va contra la eficiencia y el prestigio...
-Pero no contra el destino. Y el destino de él es enfermarse, deteriorarse, deambular por las calles como mendigo. Ni siquiera lograrán matarlo cuando intenten lincharlo. La soledad será su más fiel compañera.
El médico quedó estupefacto mientras yo le conté a grandes rasgos la historia y cómo yo podía ver el pasado, el presente y futuro de Cholopo con una lógica elemental. Ávido de detalles, me interrogaba, razón por la cual no sentimos pasó el tiempo.
-Increíble esté frente al que hizo de La Travesti. Vi la obra varias veces y pienso como los críticos salvadoreños que no debió haber tenido un segundo acto.
-Vale la noción, le dije, haciendo gala de mi profesionalismo. El teatro en la actualidad es interactivo y permite tesis como esa. Así que la discusión es importante. Y sobretodo que usted se coloque en una postura específica.
-Pensé iba a ofenderlo.
-Para nada.
-Entonces sígame contando porque saber la historia de Cholopo es como saber más de La Travesti. Además, eso me explica por qué, pese a quererlo usted tanto no se deja ver por él. Inicialmente pensé que es porque usted le teme ya que él lo ha agredido físicamente.
-No. Es como no querer uno seguir viendo al espejo las propias imperfecciones.
-Hay veces que a mí no me gusta verme al espejo y prefiero ni rasurarme.
-Uno es espejo de los demás y viceversa, doctor. Cuando nos encontramos por el mundo es para que los demás vean parte de ellos reflejada en nosotros o que uno vea parte de uno reflejada en los demás. Me reflejé en Cholopo como en un espejo La Travesti su más fiel imagen.
-Entonces, ¿por qué evitarse verse en él?
-Confieso que a ambos nos gustaba vernos mutuamente. Pero yo llegué a comprender algo que pienso él también comprendió aunque a su manera. Los dioses así lo dispusieron y el destino no se discute. El como yo, también debe saberlo en medio de su locura.
-¿Por qué supone eso?
-Los dioses no son injustos. Al contrario. No iban a darme a mí un privilegio y a él no. El problema es la capacidad de cada quien de verse al espejo.
-O que le guste a uno verse al espejo o no.
-Así es doctor.
Parecía que todos los relojes se habían detenido. Y así fue. Augusto llegó justo a tiempo para impedir que la turba enardecida linchara a Cholopo. Ni bien lo vieron llegar, se regó la bola de que el responsable de que tanta gente estuviera infectada en Chichicastenango había regresado. Y sin importar que llegara del manicomio y estaba en su sano juicio, intentaron matarlo.
Como cosa rara, según Augusto, el alcalde indígena defendió a Cholopo. El también sabía los designios del destino y cómo aquella tierra reclamaba su presencia y su final en venganza...
Como Augusto sabía la historia y cómo iba yo a proceder,  llamó diciendo que todo estaba bajo control. No sé cómo se atrevió cuando sabía que yo sabía la verdad. Esa visión espantosa ya no era visión espantosa.  De hecho, ya no volvería a mi mente. La realidad la absorbía. Ya no era futuro incierto. Era aquí y ahora. En un momento me abstraje de la realidad  por última vez como si hubiera ingerido cocaína o cualesquiera de las drogas con las que se cruza Cholopo. Un mendigo, al que todos creen borracho deambulando por las calles, pidiendo limosna. Apestoso. Al que todos los niños mofan. Del que toda mujer huye. Del que todo hombre cuchichea. Y al que todos llaman mosh achí (literalmente loco, hombre = hombre loco) en claro y perfecto quiché. A quien  el suelo sostiene con su mano para que no se vaya lejos, no se escape y cumpla su destino y cumpla maldiciones ancestrales, de deudas pendientes de un pasado que él mismo ignora. Todo el manicomio pareció temblar y decir también a gritos MOSH ACHI. Así como tembló todo Chichicastenango. De hecho, el conato de linchamiento fue parte de esa reacción telúrica transfundida en las almas y corazones de todos aquellos que quisieron, según ellos, tomar justicia por sus propias manos.
No cabe duda que el espejo se rompió cuando decidí apartarme de Cholopo. Por buen tiempo, no supe nada de él mientras yo vivía y disfrutaba de la montaña roja del sur de Tegucigalpa. Al regresar a Guatemala, y entrar obviamente en contacto con Zacualpa, encontré en el camino a Juan con su hija en brazos. Me contó que, gracias a mis consejos, le habían puesto a la niña Luna Sol. Me dijo que no era necesario me lo dijera porque una lagartija invisible le había dicho que yo ya sabía eso y que lo mismo ocurría con Cholopo. Así que estaba demás decirme que terminó deambulando por las calles de Chichicastenango, harapiento, apestoso... Que el hedor de su alma transpiraba por sus poros. El mote de Mosh Achí  ya no era divertido y gracioso sino deprimente, descriptivo y determinante. En el mercado de Chichicastenango le regalan las migajas de lo que sobra para que se alimente. Si antes, nadie se atrevía a entrar a su casa, ahora menos porque los indígenas dicen que bajo los matorrales secos de aquella pocilga existe un pozo sin fondo y que quien cae a él ya no sale porque es una de las entradas secretas al infierno de Xibalbá.
–Demás está decirte las razones de esta tierra para haberlo hecho volver y no dejarlo ir, me dijo Juan, meciendo a Luna Sol dormida entre sus brazos. Decidiste ya no verte en ese espejo. El en cambio, en momentos de lucidez te recuerda. Dice que pareces uno de los fantasmas que lo persiguen pero que no lo eres porque eres el espejo del amor, de la lógica y la cordura. Que si él es Mosh Achí es porque tú estás cuerdo. Que sabe estás en la montaña roja del sur de Tegucigalpa mejor sin él. Creo agradece tus buenas intenciones de llevarlo allá para que se curara y...
Pedí a Juan callara y que si tenía algo más que decir, lo omitiera. Por mi parte, el espejo estaba roto y no deseaba reconstruirlo. Accedió porque sabía yo no tenía nada que ver con el presente de Cholopo a quien la serpiente llamada Chichicastenango lo enroscó y lo atrapó para siempre.

El día de la última representación de La Travesti, Héctor Mario entró al camerino con una caja muy grande. Me extrañó no verlo con la tradicional rosa amarilla que colocaba en el florero que tenía yo frente al espejo en el que me maquillaba y desmaquillaba pero en el momento reaccioné al ver que no podía portar flor alguna con semejante caja.
Le pregunté por su pareja y me dijo que ese día estaba indispuesto y no iría a la develización de la placa. Luego, la explicación esperada...
-Hoy no hay rosa. Pero en cambio, algo para la estrella principal que viene en esta caja.
-¿Qué es? ¿Un pastel o algo así?
-No, Mario, no. Es algo que te envió Vidalia desde Estados Unidos.
-¿Un sombrero?
-¿Qué comes que adivinas?
-¿Qué otra cosa pudiera ser siendo ella la dama de los sombreros? Siempre he dicho que es  fabricante de sombreros e ilusiones.
-Y estoy seguro que con muchas ilusiones fabricó este sombrero. Pues si. Es un sombrero. Pero es muy extraño. Como extraña la leyenda que escribió en la tarjeta.  Perdóname, tuve que leerla porque ya sabes cómo es la seguridad de este teatro.
Comprendiendo aquello que a simple vista sería una falta de educación pero que era simple previsión, procedí a leer la leyenda. Ni siquiera era algo de ella, sino un fragmento de la novela Eva Luna de Isabel Allende: “...tuvimos la suerte de tropezar con un amor excepcional y yo no tuve necesidad de inventarlo, sino sólo vestirlo de gala para que perdurara en la memoria, de acuerdo al principio de que es posible construir la realidad a la medida de las propias apetencias...”.  Después, una frase que no entendía si era un imperativo, una instrucción o qué: “Que el Universo de este sombrero te sirva para escribir... y para amar”.
-Vamos, ábrelo, insistió Héctor Mario, para ver de qué.
-No, dije intuyendo que la apertura de aquella debía ser un ritual para mi mismo.
-¿Cómo que no? Obviamente es un sombrero.
-Luego te cuento. Pero ahora dejemos esta caja en paz.
La última función fue todo un éxito. Llegaron todos mis amigos. Me agradó ver en primera fila a Augusto y Raúl quien no vaciló en ofrecerme halón a mi casa después de la función y la ceremonia de develización de la  placa conmemorativa. Claro que si, le dije, pero con la condición de que primero me invites a la tuya a comer tus tradicionales espaguetis.
-Sabía me pedirías eso. Así que los dejé preparados con todo y calamares antes de venir.
Después de aquella cena en la que también participaron Héctor Mario y Augusto y en la que la caja permaneció esperándome en el interior del vehículo de Raúl, llegué a casa. Encendí una vela y esperé llegara la media noche. Un aire tibio entraba a mi habitación y decidí me acariciara todo el cuerpo. Así que desnudo estaba esperando como a mi mejor amante a la media noche bajo la luz de la luna llena. Quemé incienso para embriagar todos mis sentidos. Tomé vino para relajarme. Contemplé la tarjetita que escribió Vidalia citando a Isabel Allende. Sabía iba a ser importante a partir de ese momento así que la guardé celoso en mi libro de cabecera.  En eso, me sorprendió el reloj con doce campanadas. Es la hora, pensé. Abrí la caja de manera ceremoniosa y saqué aquel sombrero azul cielo con estrellas, constelaciones, soles y lunas bordadas con hilo de oro. En efecto, tal y como dice Vidalia en la leyenda, para escribir y para amar, para mi solito,  allí reside el universo completo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE
Tegucigalpa, Honduras, marzo 18  de 2005 (0:00 hrs)


Ella, es Vidalia Gutierrez, la dama de los sombreros, a quienes l@s que la amamos llamamos cariñosamente Vida porque es precisamente eso para tod@s los que tenemos la dicha de conocerla en esta encarnación, ¡pura vida! Durante muchos años Vidalia fue la promotora de la fabricación de sombreros y muchas generaciones crecieron con los mismos. Hasta que se aburrió y decidió ir a radicar a Estados Unidos desde donde supuestamente envía el sombrero mágico de esta historia. La foto fue tomada en uno de sus viajes a Guatemala a donde viajo para asistir al matrimonio de uno de sus hijos varones de cuya fiesta es la imagen.

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